el cazurro ilustrado

27 julio 2009

Historia y leyenda.

El estudio de la historia no adquirió el rango de saber científico hasta una fecha relativamente re­ciente de la Edad Moderna y, después de lograda esta tardía adquisición, ha experimentado consi­derables modificaciones en su estructura, método y modo de realizarlo. Cuando parecía establecido firmemente que la historia era una ciencia, que el saber histórico proporcionaba un conocimiento digno de fiar, historiadores y hombres de ciencia en general comenzaron a cuestionarse varios pro­blemas, entre ellos dos especialmente graves: "qué es la historia y cómo se adquiere el conocimiento histórico". Ambas cuestiones están íntimamente relacionadas entre sí y la respuesta a una de ellas condiciona la respuesta a la otra. El mero hecho de que se hayan planteado y discutido revela, por otra parte, que existen modos diversos de enten­der la historia y asimismo de practicar la investiga­ción histórica.
Los historiadores están comúnmente de acuerdo en pensar que Clío, la musa de la historia, cesa en su actividad inspiradora fuera de los lími­tes de esa zona que denominamos genéricamente "pasado", tal vez para no entrar en conflicto con las musas del presente y del futuro. Pero aquí termina el consenso. Las opiniones se dividen in­mediatamente al cuestionarse ` qué dice Clío y có­mo lo dice, pues a diferencia de otras musas, está rodeada de oscuridad y de misterio.
Desde nuestra perspectiva actual, acusa cierta ingenuidad el modo de pensar de los primeros his­toriadores científicos del siglo XIX, según los cua­les la tarea del historiador consiste en reproducir y narrar el pasado tal y como fue. La tarea parece, a primera vista, relativamente sencilla, pues se tra­taría no más de hallar los documentos legados por el pasado y ponerlos ante los ojos de los presen­tes. Esta tarea, una vez iniciada, provoca una serie interminable de cuestiones, que se multiplican como las luces de los fuegos. artificiales lanzados en la oscuridad de la noche: Los documentos del pasado, en el supuesto de que existan todavía en su integridad, sonde naturaleza muy diversa. Po­demos encontrar documentos escritos, documen­tos instrumentales, construcciones, huellas físicas, vestidos, restos humanos... y documentos orales, que perviven todavía en forma de narraciones, transmitidas verbalmente de generación en genera­ción. La clasificación, valoración e interpretación de todo este legado documental del pasado plan­tea graves problemas, particularmente el problema básico del criterio elegido para llevar a cabo las ta­reas señaladas. Este criterio revela características eminentemente subjetivas y parece variar según las épocas y el historiador concreto. Existen evi­dentemente algunos datos que podemos conside­rar objetivos, como por ejemplo que la última guerra civil española comenzó el 18 de Julio de 1.936, o que Julio César fue asesinado en viernes. Estos datos y otros similares, una vez hallados y verificados, no permiten discusión alguna, y tam­poco ofrecen inspiración especial. Son hechos neutros e indiferentes, y en torno a ellos permane­cen intactas e irresueltas las grandes cuestiones sobre "por qué ocurrió, cómo fue de hecho, cuá­les fueron las causas concretas que lo motivaron, cuáles fueron o son las consecuencias para el futu­ro inmediato...", y así sucesivamente. Esta serie de preguntas, que podemos considerar como la estructura interna de la historia, son objeto de dis­cusión y divergencia entre los historiadores indefi­nidamente.
El objeto de la historia parece eludir hábilmen­te todo intento de captura y fijación, y tal vez por este motivo algunos historiadores contemporá­neos han preferido renunciar a esta tarea, afirman­do que los hechos de la historia no existen hasta que el historiador los ha creado,-o en una fórmula similar, que toda historia escrita es un acto de fe. El conocimiento del pasado se manifiesta así muy cercano al ejercicio de la fantasía creadora y arro­ja una luz difusa sobre la línea divisoria, aparente­mente tan clara, entre realidad e ilusión. No se trata, naturalmente, de restar valor a los docu­mentos escritos o de abogar por un escepticismo universal, sino más bien de establecer ciertas nor­mas de interpretación que permitan justamente fijar el valor de los testimonios transmitidos por los antepasados.
En una primera aproximación podemos afirmar que el acceso a la objetividad original está vedado para el historiador, o en otros términos, que esta supuesta objetividad original no existe realmente, puesto que los documentos originales son ya el producto de una percepción subjetiva. Los docu­mentos escritos revelan claramente el punto de vista de aquellos que los escribieron, diferentes se­gún la clase social, la intención perseguida, o en el caso concreto de la historia militar, la pertenencia al grupo de los vencedores o de los vencidos. En los documentos escritos resulta así a veces más instructivo aquello que no se escribió que lo que está materialmente escrito, si bien la dificultad obvia es cómo leer entre las líneas y cómo desci­frar las intenciones y propósitos preestablecidos de los escritores que narran los hechos para glori­ficar al triunfador y denigrar al adversario. En la historia escrita hay, pues, siempre una cara oculta, que se ilumina y oscurece de manera intermitente y cuya fisonomía específica está sometida a una fluidez permanente.
Si tenemos en cuenta este valor relativo y limi­tado de la historia escrita, podremos apreciar la importancia de las tradiciones o documentos ora­les, que con frecuencia se desechan con el marbe­te de "leyenda" o ficción, en contraposición a la llamada "historia real", que se hallaría fija y quieta en los escritos de los archivos, en espera de ser apresada por el historiador diligente. Es indudablemente cierto el viejo aforismo latino, según el cual las palabras vuelan y los escritos permanecen, y es también cierto el dicho cicero­niano de que la historia es la maestra de la vida. Sin embargo, los mismos escritos significan cosas diferentes para distintas personas, y desde el punto de vista de lo que la historia pueda enseñar, tanto los individuos como los pueblos están siempre dispuestos a recordar lo más conveniente y a olvidar las experiencias ingratas.
La tarea de escribir historia parece así una tarea interminable, constantemente repetida y corregi­da, una especie de terminar para volver a empezar.
Escrito por Gabriel González Álvarez en la revista "Los Argüellos leoneses" nº2. 1984