Historia y leyenda.
El estudio de la historia no adquirió el rango de saber científico hasta una fecha relativamente reciente de la Edad Moderna y, después de lograda esta tardía adquisición, ha experimentado considerables modificaciones en su estructura, método y modo de realizarlo. Cuando parecía establecido firmemente que la historia era una ciencia, que el saber histórico proporcionaba un conocimiento digno de fiar, historiadores y hombres de ciencia en general comenzaron a cuestionarse varios problemas, entre ellos dos especialmente graves: "qué es la historia y cómo se adquiere el conocimiento histórico". Ambas cuestiones están íntimamente relacionadas entre sí y la respuesta a una de ellas condiciona la respuesta a la otra. El mero hecho de que se hayan planteado y discutido revela, por otra parte, que existen modos diversos de entender la historia y asimismo de practicar la investigación histórica.
Los historiadores están comúnmente de acuerdo en pensar que Clío, la musa de la historia, cesa en su actividad inspiradora fuera de los límites de esa zona que denominamos genéricamente "pasado", tal vez para no entrar en conflicto con las musas del presente y del futuro. Pero aquí termina el consenso. Las opiniones se dividen inmediatamente al cuestionarse ` qué dice Clío y cómo lo dice, pues a diferencia de otras musas, está rodeada de oscuridad y de misterio.
Desde nuestra perspectiva actual, acusa cierta ingenuidad el modo de pensar de los primeros historiadores científicos del siglo XIX, según los cuales la tarea del historiador consiste en reproducir y narrar el pasado tal y como fue. La tarea parece, a primera vista, relativamente sencilla, pues se trataría no más de hallar los documentos legados por el pasado y ponerlos ante los ojos de los presentes. Esta tarea, una vez iniciada, provoca una serie interminable de cuestiones, que se multiplican como las luces de los fuegos. artificiales lanzados en la oscuridad de la noche: Los documentos del pasado, en el supuesto de que existan todavía en su integridad, sonde naturaleza muy diversa. Podemos encontrar documentos escritos, documentos instrumentales, construcciones, huellas físicas, vestidos, restos humanos... y documentos orales, que perviven todavía en forma de narraciones, transmitidas verbalmente de generación en generación. La clasificación, valoración e interpretación de todo este legado documental del pasado plantea graves problemas, particularmente el problema básico del criterio elegido para llevar a cabo las tareas señaladas. Este criterio revela características eminentemente subjetivas y parece variar según las épocas y el historiador concreto. Existen evidentemente algunos datos que podemos considerar objetivos, como por ejemplo que la última guerra civil española comenzó el 18 de Julio de 1.936, o que Julio César fue asesinado en viernes. Estos datos y otros similares, una vez hallados y verificados, no permiten discusión alguna, y tampoco ofrecen inspiración especial. Son hechos neutros e indiferentes, y en torno a ellos permanecen intactas e irresueltas las grandes cuestiones sobre "por qué ocurrió, cómo fue de hecho, cuáles fueron las causas concretas que lo motivaron, cuáles fueron o son las consecuencias para el futuro inmediato...", y así sucesivamente. Esta serie de preguntas, que podemos considerar como la estructura interna de la historia, son objeto de discusión y divergencia entre los historiadores indefinidamente.
El objeto de la historia parece eludir hábilmente todo intento de captura y fijación, y tal vez por este motivo algunos historiadores contemporáneos han preferido renunciar a esta tarea, afirmando que los hechos de la historia no existen hasta que el historiador los ha creado,-o en una fórmula similar, que toda historia escrita es un acto de fe. El conocimiento del pasado se manifiesta así muy cercano al ejercicio de la fantasía creadora y arroja una luz difusa sobre la línea divisoria, aparentemente tan clara, entre realidad e ilusión. No se trata, naturalmente, de restar valor a los documentos escritos o de abogar por un escepticismo universal, sino más bien de establecer ciertas normas de interpretación que permitan justamente fijar el valor de los testimonios transmitidos por los antepasados.
En una primera aproximación podemos afirmar que el acceso a la objetividad original está vedado para el historiador, o en otros términos, que esta supuesta objetividad original no existe realmente, puesto que los documentos originales son ya el producto de una percepción subjetiva. Los documentos escritos revelan claramente el punto de vista de aquellos que los escribieron, diferentes según la clase social, la intención perseguida, o en el caso concreto de la historia militar, la pertenencia al grupo de los vencedores o de los vencidos. En los documentos escritos resulta así a veces más instructivo aquello que no se escribió que lo que está materialmente escrito, si bien la dificultad obvia es cómo leer entre las líneas y cómo descifrar las intenciones y propósitos preestablecidos de los escritores que narran los hechos para glorificar al triunfador y denigrar al adversario. En la historia escrita hay, pues, siempre una cara oculta, que se ilumina y oscurece de manera intermitente y cuya fisonomía específica está sometida a una fluidez permanente.
Si tenemos en cuenta este valor relativo y limitado de la historia escrita, podremos apreciar la importancia de las tradiciones o documentos orales, que con frecuencia se desechan con el marbete de "leyenda" o ficción, en contraposición a la llamada "historia real", que se hallaría fija y quieta en los escritos de los archivos, en espera de ser apresada por el historiador diligente. Es indudablemente cierto el viejo aforismo latino, según el cual las palabras vuelan y los escritos permanecen, y es también cierto el dicho ciceroniano de que la historia es la maestra de la vida. Sin embargo, los mismos escritos significan cosas diferentes para distintas personas, y desde el punto de vista de lo que la historia pueda enseñar, tanto los individuos como los pueblos están siempre dispuestos a recordar lo más conveniente y a olvidar las experiencias ingratas.
La tarea de escribir historia parece así una tarea interminable, constantemente repetida y corregida, una especie de terminar para volver a empezar.
Escrito por Gabriel González Álvarez en la revista "Los Argüellos leoneses" nº2. 1984
Los historiadores están comúnmente de acuerdo en pensar que Clío, la musa de la historia, cesa en su actividad inspiradora fuera de los límites de esa zona que denominamos genéricamente "pasado", tal vez para no entrar en conflicto con las musas del presente y del futuro. Pero aquí termina el consenso. Las opiniones se dividen inmediatamente al cuestionarse ` qué dice Clío y cómo lo dice, pues a diferencia de otras musas, está rodeada de oscuridad y de misterio.
Desde nuestra perspectiva actual, acusa cierta ingenuidad el modo de pensar de los primeros historiadores científicos del siglo XIX, según los cuales la tarea del historiador consiste en reproducir y narrar el pasado tal y como fue. La tarea parece, a primera vista, relativamente sencilla, pues se trataría no más de hallar los documentos legados por el pasado y ponerlos ante los ojos de los presentes. Esta tarea, una vez iniciada, provoca una serie interminable de cuestiones, que se multiplican como las luces de los fuegos. artificiales lanzados en la oscuridad de la noche: Los documentos del pasado, en el supuesto de que existan todavía en su integridad, sonde naturaleza muy diversa. Podemos encontrar documentos escritos, documentos instrumentales, construcciones, huellas físicas, vestidos, restos humanos... y documentos orales, que perviven todavía en forma de narraciones, transmitidas verbalmente de generación en generación. La clasificación, valoración e interpretación de todo este legado documental del pasado plantea graves problemas, particularmente el problema básico del criterio elegido para llevar a cabo las tareas señaladas. Este criterio revela características eminentemente subjetivas y parece variar según las épocas y el historiador concreto. Existen evidentemente algunos datos que podemos considerar objetivos, como por ejemplo que la última guerra civil española comenzó el 18 de Julio de 1.936, o que Julio César fue asesinado en viernes. Estos datos y otros similares, una vez hallados y verificados, no permiten discusión alguna, y tampoco ofrecen inspiración especial. Son hechos neutros e indiferentes, y en torno a ellos permanecen intactas e irresueltas las grandes cuestiones sobre "por qué ocurrió, cómo fue de hecho, cuáles fueron las causas concretas que lo motivaron, cuáles fueron o son las consecuencias para el futuro inmediato...", y así sucesivamente. Esta serie de preguntas, que podemos considerar como la estructura interna de la historia, son objeto de discusión y divergencia entre los historiadores indefinidamente.
El objeto de la historia parece eludir hábilmente todo intento de captura y fijación, y tal vez por este motivo algunos historiadores contemporáneos han preferido renunciar a esta tarea, afirmando que los hechos de la historia no existen hasta que el historiador los ha creado,-o en una fórmula similar, que toda historia escrita es un acto de fe. El conocimiento del pasado se manifiesta así muy cercano al ejercicio de la fantasía creadora y arroja una luz difusa sobre la línea divisoria, aparentemente tan clara, entre realidad e ilusión. No se trata, naturalmente, de restar valor a los documentos escritos o de abogar por un escepticismo universal, sino más bien de establecer ciertas normas de interpretación que permitan justamente fijar el valor de los testimonios transmitidos por los antepasados.
En una primera aproximación podemos afirmar que el acceso a la objetividad original está vedado para el historiador, o en otros términos, que esta supuesta objetividad original no existe realmente, puesto que los documentos originales son ya el producto de una percepción subjetiva. Los documentos escritos revelan claramente el punto de vista de aquellos que los escribieron, diferentes según la clase social, la intención perseguida, o en el caso concreto de la historia militar, la pertenencia al grupo de los vencedores o de los vencidos. En los documentos escritos resulta así a veces más instructivo aquello que no se escribió que lo que está materialmente escrito, si bien la dificultad obvia es cómo leer entre las líneas y cómo descifrar las intenciones y propósitos preestablecidos de los escritores que narran los hechos para glorificar al triunfador y denigrar al adversario. En la historia escrita hay, pues, siempre una cara oculta, que se ilumina y oscurece de manera intermitente y cuya fisonomía específica está sometida a una fluidez permanente.
Si tenemos en cuenta este valor relativo y limitado de la historia escrita, podremos apreciar la importancia de las tradiciones o documentos orales, que con frecuencia se desechan con el marbete de "leyenda" o ficción, en contraposición a la llamada "historia real", que se hallaría fija y quieta en los escritos de los archivos, en espera de ser apresada por el historiador diligente. Es indudablemente cierto el viejo aforismo latino, según el cual las palabras vuelan y los escritos permanecen, y es también cierto el dicho ciceroniano de que la historia es la maestra de la vida. Sin embargo, los mismos escritos significan cosas diferentes para distintas personas, y desde el punto de vista de lo que la historia pueda enseñar, tanto los individuos como los pueblos están siempre dispuestos a recordar lo más conveniente y a olvidar las experiencias ingratas.
La tarea de escribir historia parece así una tarea interminable, constantemente repetida y corregida, una especie de terminar para volver a empezar.
Escrito por Gabriel González Álvarez en la revista "Los Argüellos leoneses" nº2. 1984