Médicos, pacientes y ministros.
Durante mucho tiempo aplicaron los godos una ley sanitaria muy justa y razonable: el médico y el paciente debían llegar a un acuerdo en el que uno se comprometía a curar y otro se obligaba a pagar los servicios. Si ocurría que el médico no le curaba habiéndose obligado a ello, perdía el trabajo y debía, además, pagar las medicinas que el paciente había gastado.
Actualmente los médicos cobran independientemente de que el enfermo cure o no. Si sana, el mérito es de la medicina y si no, el culpable es el enfermo porque o come muchas grasas saturadas, o fuma en exceso, o bebe en demasía, o no hace suficiente ejercicio o hace demasiado, o no utiliza preservativo, o bebe poco agua, o abusa del café, o en su dieta hay poco pescado azul, o está obeso o ingiere comidas muy saladas… de manera que el pobre enfermo, al que no pueden curar, se ve acusado, culpado y difamado, pero no solo el enfermo, también el sano puede verse acusado por estas mismas razones. De suerte que, en uno u otro estado, difícil tenemos dar gusto a la Sanidad y a sus ministros.
El emperador Adriano mandó escribir en su tumba: «No habiendo podido matarme mis enemigos, vine a morir a manos de médicos». Hoy diría “No habiendo podido matarme mis costumbres, vine a morir a manos de las que me propuso la Sanidad”.