Tántalo y los montañeses.
En Mayo temimos las heladas de Santa Rita y San Urbano; aunque hubo un amago, apenas algunos árboles y sembrados se resintieron. La llegada de Junio nos hizo pensar que estábamos a salvo ya de su daño, pero no habían transcurrido dos días cuando el amanecer nos dio una terrible sorpresa: las hojas de los fresnos, los nogales y las parras estaban negras, las patatas chamuscadas y la mayoría de los frutos en el suelo.
Un vecino me contó que el año pasado, para evitar los efectos de la helada, sembró las patatas el 24 de junio. Crecieron gloriosas ayudadas por el riego; en septiembre, cuando aún el tuberculo está cogiendo cuerpo, cayó una tan fuerte que no dejo sino desolación en el patatal. Este año, cambió la estrategia, sembrándolas los primeros días de abril. Ya asomaban cinco centímetros por encima de la tierra, cuando esta inesperada helada tardía las llevó al limbo de los justos. El año que viene las sembrará en mayo y llamará a las puertas del cielo para que responda de sus actos en la tierra, pues otra cosa no puede hacer para asegurar la cosecha. No repuestos aún de la desolación, trajo mayo un sol abrasador que obliga a adelantar la recogida de la hierba. Hay indicios racionales de que la sequía, además de menguar la cosecha, hará estragos en los pastizales. En julio todo estará agostado y en agosto todo raso y blanco, como el culo de un gallego, que dicen por aquí. Cuando el tiempo no acompaña, los montañeses se parecen al rey Tántalo, al que los dioses invitaron al Olimpo para compartir sus manjares. Les robó la ambrosía, la poción mágica que daba a los dioses la vida eterna. Como castigo le hicieron inmortal en el infierno, condenado a sufrir hambre y sed interminables. Cuando se inclinaba hacia la orilla del río, el agua se apartaba, y cuando trataba de coger una fruta de las que había encima de su cabeza, las ramas se alejaban. También este año, a nostros nos rehuyen el agua y los frutos.