Hembras en celo, machos castrados.
La observación de la conducta animal fue, en las zonas rurales, una fuente de conocimiento y supervivencia. Notaron que eran necesarias muchas hembras para aumentar la riqueza y un sólo macho para cubrir las necesidades de reproducción.
Se dieron cuenta de que las hembras al entrar en celo estaban inquietas, muy ruidosas y podían dejar de comer; además, la mayoría de las hembras en celo, permitían que las montaran otros animales. Observaron que la vulva de la hembra en celo se hinchaba y que la zona que la rodeaba estaba húmeda y sucia. Y vieron que se olían unas a otras la vulva. Claras señales de que debían poner a su disposición el macho que tuviera las características apetecidas.
El mejor ejemplar en presencia y carácter se seleccionaba como padre. El resto de los machos eran castrados (capados) evitando que lucharan entre ellos y que se produjeran lesiones. Los animales castrados se volvían más tranquilos y fáciles de manejar.
La castración era una de las operaciones más cruentas que infligían a los animales. La realizaban en machos muy jóvenes y disponían de varios métodos. Uno de ellos consistía en cortar, con un cuchillo muy afilado o con una hoja de afeitar, la base del escroto, sacando por el corte el testículo, tiraban de él y lo cortaban por el cordón blanco. Luego aplicaban a la herida tintura de yodo o violeta de genciana e incluso ceniza.
Utilizaron también Las pinzas de Burdizzo. Tenían este tipo de pinzas distintas para animales de tamaños diferentes. Palpaban el escroto con la mano hasta que notaban en el interior los cordones testiculares. Agarraban las pinzas con la mano derecha y con la izquierda empujaban el cordón a la boca de aquellas y apretaban fuerte.
Usaron también las cintas o el hilo de cáñamo para castrar a los machos, ataban fuertemente el escroto por encima de los testículos apretando y cerrando los cordones testiculares. Transcurridas dos semanas se desprendía el escroto. Las heridas de la castración se inflamaban y los animales no podían caminar o cojeaban una temporada, pero, como casi siempre, el transcurrir del tiempo acababa solucionándolo todo, hasta la capadura.