De lobos y pastores.
Según cuenta Plutarco, mucho antes de que Solón ( 638
adc-558 adc) dictara leyes a los griegos, ya éstos tenían declarada la guerra a
los lobos. Grecia era un país más adecuado para la pastura que para el cultivo
por lo que abundaban los que se dedicaban al pastoreo y a la ganadería, siendo
el lobo enemigo mortal de su negocio. Solón estableció que al que presentase un
lobo muerto se le dieran cinco dracmas y un dracma al que presentase un lobezno. Cinco
dracmas equivalían al valor de un buey y un dracma al de una oveja; así que un
buey valía cinco ovejas.
Desde tiempo inmemorial, siendo la montaña leonesa más
propia para el ganado que para el cultivo, también se tenía declarada la guerra
al lobo y a falta de una ordenanza como la de Solón, era costumbre que quien
matara un lobo, lo colocara a lomos de una caballería y recorriera los pueblos
para que los ganaderos le recompensasen con lo que estimasen oportuno en
función de los posibles daños evitados, calculando la ferocidad por el tamaño
de la alimaña.
Así estuvieron las cosas hasta que desde los lejanos centros
legislativos se dictaron leyes contrarias a Solón y al derecho consuetudinario
impidiendo que el pueblo se tomara la justicia por su mano y dejando impunes
los crímenes del lobo; pero cuando algún ganadero pilla al lobo con las fauces
en las cabras, no puede olvidar la guerra declarada y, si lo tiene a su
alcance, le dispara. Comprueba después los daños hechos al rebaño y, lejos de
buscar el elogio de sus vecinos, oculta su hazaña como si de un brutal
asesinato se tratara.
Resulta entonces que algunas leyes han evolucionado tanto
que se han vuelto del revés, proponiendo a los lobos como pastores de las
ovejas y, probablemente, a zorros como guardianes de las gallinas.