De lobos y pastores.
Desde tiempo inmemorial, siendo la montaña leonesa más
propia para el ganado que para el cultivo, también se tenía declarada la guerra
al lobo y a falta de una ordenanza como la de Solón, era costumbre que quien
matara un lobo, lo colocara a lomos de una caballería y recorriera los pueblos
para que los ganaderos le recompensasen con lo que estimasen oportuno en
función de los posibles daños evitados, calculando la ferocidad por el tamaño
de la alimaña.
Así estuvieron las cosas hasta que desde los lejanos centros
legislativos se dictaron leyes contrarias a Solón y al derecho consuetudinario
impidiendo que el pueblo se tomara la justicia por su mano y dejando impunes
los crímenes del lobo; pero cuando algún ganadero pilla al lobo con las fauces
en las cabras, no puede olvidar la guerra declarada y, si lo tiene a su
alcance, le dispara. Comprueba después los daños hechos al rebaño y, lejos de
buscar el elogio de sus vecinos, oculta su hazaña como si de un brutal
asesinato se tratara.
Resulta entonces que algunas leyes han evolucionado tanto
que se han vuelto del revés, proponiendo a los lobos como pastores de las
ovejas y, probablemente, a zorros como guardianes de las gallinas.