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Un esclavo de las islas Baleares valía entre los romanos lo
que cinco de Cartago porque, desde muy pequeños, sus madres no les daban la
comida a la boca, sino que se la dejaban en lugares altos, de forma que
alcanzaban a verla con los ojos, pero tenían que ingeniárselas para cogerla con
las manos; entonces comenzaban a usar la honda para acercar la comida y,
posteriormente, eran tan certeros con sus enemigos, como lo fueron
anteriormente con la comida. En otros lugares, llevaban a los niños que nacían
en las ciudades a vivir en las aldeas, para que acostumbrasen sus cuerpos a los
trabajos y no viesen los placeres hasta que tuvieran 25 años, ya que habían
comprobado que es más fácil que un labrador aprenda los vicios de la ciudad que
uno de la ciudad se aficione a los trabajos de la aldea. Otros no dejaban a los
hijos dormir en la cama y sentarse a comer en la mesa sino que dormían en el
suelo y comían con las manos hasta que no se casaban porque, decían, el
descanso no es para los mozos sino para los viejos. Las mujeres inglesas, en
tiempos de Julio César, bañaban a sus hijos en las aguas heladas de los ríos
con el fin de hacer sus cuerpos duros y prepararlos para sufrir todo tipo de
trabajos. Viriato hizo que sus seguidores calzaran siempre zapatos de plomo;
así cuando tenían que huir se los quitaban y sus piernas eran tan ligeras que
corrían como ciervos.
Sin entrar a valorar si estas prácticas eran o no correctas,
sí parece que tenían claro qué querían conseguir y cómo hacerlo. ¿Existe la
misma claridad en los objetivos y en los métodos con la infancia y la
adolescencia de hoy?