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Muchas veces está nuestra vida en manos de otros. En las del
cirujano que realiza una operación quirúrgica; en las del conductor que circula
de frente, al lado o adelantando; en las del maquinista de los trenes de alta,
media o baja velocidad; incluso puede estar en manos del ganadero que engorda
las vacas con Clembuterol o en las del agricultor que rocía con pesticidas los
frutos; también puede tenerla en sus manos ese desconocido al que le caemos mal
y que tiene sus facultades mentales perturbadas o en las del policía iracundo
con pistola al cinto y, cómo no, la vida puede estar en las manos de un
fundamentalista a bordo de cualquier vehículo; o en las del carnicero y el
pescadero que no mantienen las debidas medidas higiénicas; o en las de un
viento huracanado que arranca una cornisa; o en las del humo del tabaco del
vecino que rompe los códigos genéticos de las células.
Muchísimos años estuvieron los romanos sin barberos, sin
necesidad de arreglarse pelos y barbas. Cuando Publio Ticino los trajo desde
Sicilia, discutieron arduamente sobre si debían admitirlos o no, porque hubo
quien consideró una temeridad fiar la vida a la navaja de un barbero.
Hubo un romano que jamás dejó que sus barbas fueran
arregladas por un barbero; sus hijas pequeñas se la arreglaban; cuando
crecieron, él mismo se las quemaba con brasas porque ya no se fiaba ni siquiera
de ellas. Preguntado por qué no se fiaba de los barberos, respondió: “porque estoy seguro que le darán al barbero
más porque me quite la vida, que lo que le daré yo porque me arregle la barba”.
¿ Cuantas “navajas” de los más diversos barberos pasan cada
día por nuestras gargantas?. Mejor ni pensarlo.