Tiempo de banderas.
No hay pueblo, tribu, país, nación, grupo, club, universidad
o banda, que no tenga una bandera, enseña, estandarte, blasón, pendón o
insignia que lo represente y lo identifique. Un trozo de tela pinchado en un
palo, con colores chillones, ha servido para encabezar a los diferentes
ejércitos que iniciaban la lucha y, desde entonces, nos ponemos detrás de alguna
con la que nos identificamos, para ir en contra de los que se han puesto detrás
de otra diferente a la nuestra.
Una bandera representa a la UE; otra, a España; otra, a la
comunidad autónoma; otra, a la provincia; otra, al ayuntamiento; otra, al equipo
de futbol; otra la baja el taxista; otras indican la idoneidad o no de la zambullida en el mar; muchas
presumen de representar la paz o la libertad; una negra sugería la presencia de
piratas y, en los pueblos de la montaña, un trapo que no llegaba a ser bandera, señalaba al veterinario de la zona que en aquel lugar le esperaban para que inseminara
a una vaca en celo.
Así pues, a poco que nos despistemos, veremos cómo algún
trozo de tela nos guía (convertido en el estímulo discriminativo o señal) para
comportamientos en contra de aquellos que se identifican con una diferente de
la nuestra. Parafraseando a Voltaire, “cada
jefe de asesinos hace bendecir sus banderas e invoca solemnemente a Dios antes
de lanzarse a exterminar a su prójimo”.