Sobre la ira.
Cuando escucho el discurso de algunos políticos en estas fechas tan próximas a las elecciones, cuando oigo sus alegatos y sus arengas, cuando percibo sus segundas intenciones y cuando veo sus soflamas, no tengo más remedio que acordarme de la definición den la ira y los consejos para su “control” que dictó Séneca.
Decía que “algunos varones sabios definieron la ira llamándola locura breve; porque, impotente como aquélla para dominarse, olvida toda conveniencia, desconoce todo afecto, es obstinada y terca en lo que se propone, sorda a los consejos de la razón, agitándose por causas vanas, inhábil para distinguir lo justo y verdadero, pareciéndose a esas ruinas que se rompen sobre aquello mismo que aplastan.”
Habla de las señales del hombre iracundo: “Se inflaman sus ojos y centellean; intenso color rojo cubre su semblante, hierve la sangre en las cavidades de su corazón, le tiemblan los labios, aprieta los dientes, el cabello se levanta y eriza, su respiración es corta y ruidosa, sus coyunturas crujen y se retuercen, gime y ruge; su palabra es torpe y entrecortada, chocan frecuentemente sus manos, sus pies golpean el suelo, se agita todo su cuerpo, y cada gesto es una amenaza”
Propone remedios basados en la educación: “Es necesario que los niños reciban desde muy temprano saludable educación... El espíritu abusa de la licencia; se deprime en la servidumbre; los elogios le exaltan inspirándole noble confianza en sí mismo, pero al mismo tiempo engendran la insolencia y la irascibilidad. Necesario es, pues, mantener al niño igualmente alejado de ambos extremos, a fin de poder emplear unas veces el freno y otras el aguijón, y no se le imponga nada humillante ni servil.... Nada hace tan irritable como educación blanda y complaciente, y por esta razón cuanta más indulgencia se tiene con un hijo único, cuanto más se concede a un pupilo, más se corrompe su ánimo. No soportará una ofensa aquel a quien nunca se negó nada, aquel cuyas lágrimas enjugó siempre tierna madre, que constantemente tuvo razón contra su pedagogo”.
Y nos ilustra con un ejemplo: Un día estaba Catón defendiendo una causa y Léntulo, aquel hombre funesto y de facciosa memoria, le arrojó al rostro cuanto pudo arrancar de espesa saliva; y aquél, limpiándose el semblante, le dijo: «Aseguraré a todos, oh Léntulo, que se engañan los que niegan que tengas boca».
Decía que “algunos varones sabios definieron la ira llamándola locura breve; porque, impotente como aquélla para dominarse, olvida toda conveniencia, desconoce todo afecto, es obstinada y terca en lo que se propone, sorda a los consejos de la razón, agitándose por causas vanas, inhábil para distinguir lo justo y verdadero, pareciéndose a esas ruinas que se rompen sobre aquello mismo que aplastan.”
Habla de las señales del hombre iracundo: “Se inflaman sus ojos y centellean; intenso color rojo cubre su semblante, hierve la sangre en las cavidades de su corazón, le tiemblan los labios, aprieta los dientes, el cabello se levanta y eriza, su respiración es corta y ruidosa, sus coyunturas crujen y se retuercen, gime y ruge; su palabra es torpe y entrecortada, chocan frecuentemente sus manos, sus pies golpean el suelo, se agita todo su cuerpo, y cada gesto es una amenaza”
Propone remedios basados en la educación: “Es necesario que los niños reciban desde muy temprano saludable educación... El espíritu abusa de la licencia; se deprime en la servidumbre; los elogios le exaltan inspirándole noble confianza en sí mismo, pero al mismo tiempo engendran la insolencia y la irascibilidad. Necesario es, pues, mantener al niño igualmente alejado de ambos extremos, a fin de poder emplear unas veces el freno y otras el aguijón, y no se le imponga nada humillante ni servil.... Nada hace tan irritable como educación blanda y complaciente, y por esta razón cuanta más indulgencia se tiene con un hijo único, cuanto más se concede a un pupilo, más se corrompe su ánimo. No soportará una ofensa aquel a quien nunca se negó nada, aquel cuyas lágrimas enjugó siempre tierna madre, que constantemente tuvo razón contra su pedagogo”.
Y nos ilustra con un ejemplo: Un día estaba Catón defendiendo una causa y Léntulo, aquel hombre funesto y de facciosa memoria, le arrojó al rostro cuanto pudo arrancar de espesa saliva; y aquél, limpiándose el semblante, le dijo: «Aseguraré a todos, oh Léntulo, que se engañan los que niegan que tengas boca».