El precio del amor.
La tercera mujer antigua, docta en amores, fue Flora. Romana de alto linaje, cuando tenía quince años murieron sus padres y quedó sola en el mundo, cargada de muchas riquezas y dotada de gran hermosura, pero sin ningún pariente que la amparase.
En la puerta de su casa había un rótulo que decía: “Rey, príncipe, dictador, cónsul, censor, pontífice y questor, pueden llamar y entrar”. Jamás permitió Flora que se le acercaran o la gozaran sino hombres de alto linaje, dignos, muy honrados y con muchas riquezas, porque pensaba que la mujer hermosa sería valorada tanto como ella se valorase a sí misma.
Flora no estableció ningún pago previo por sus amores, pero aseguró que los ilustres hombres que yacían ilustremente con ella, jamás le dieron tan poco que no fuera más de lo que ella quería y llegaban hasta el doble de lo que ella pensaba pedir.
Decía Flora que: “la mujer que es cuerda y sagaz, no ha de pedir al que quiere precio por el placer que le hace, sino por el amor que le tiene, porque todas las cosas del mundo tienen precio, menos el amor, el cual no se paga sino con otro amor”.
Ya entrada en años, un hombre joven y generoso quiso casarse con ella. Ante tal propuesta le dijo: “tu no quieres casarte con los sesenta años que tengo, sino con doscientos mil sestercios que hay en mi casa. Marcha, pues, amigo y da placer a otras más jóvenes, que a las de edad como la mía más nos honran por ser ricas que no por vernos casadas»
Murió Flora a los setenta y cinco años y dejó como único heredero al pueblo romano. Fue tanto el dinero y las joyas con que se encontraron los romanos que pudieron saldar todas las deudas de la república y, en gratitud, hicieron un solemne templo en su memoria y año tras año, en la fecha de su muerte, celebraban una fiesta, donde los juegos lujuriosos eran protagonistas; los llamaron “florales” en su honor.