Efecto invernadero.
Ayer por la mañana, mientras la mayoría de la gente dormía bajo los efectos de las libaciones nocturnas, mientras los tertulianos de la SER analizaban concienzudamente el mensaje (¿inédito?) de su Majestad el Rey D. Juan Carlos I, mientras los animales salvajes se retiraban a sus guaridas después de una noche buscando el sustento, mientras el sol comenzaba a acariciar la escarcha, miré el indicador de la temperatura exterior que el coche tiene instalado en el interior del espejo retrovisor del lado derecho.
Circulaba a la altura donde el Rio Curueño forma el “pozo ciego” a los pies del Pico “Bodón”, cerca de Tolibia de abajo, a 1180 metros sobre el nivel medio del mar Mediterraneo en Alicante. Eran las diez horas y veinticinco minutos de la mañana y había once grados bajo cero. Tan acostumbrados están los lugareños y conocen tan bien las variables de su entorno, que no necesitan de las campañas del Ministerio de sanidad que advierten sobre las especiales medidas a tomar ante las olas de frío o de calor. Tampoco necesitan las alarmas sobre el calentamiento global, ni sobre el efecto invernadero, porque, a pesar de ambos efectos, saben los lugareños que “abriga bien el pellejo, si quieres llegar a viejo” y “En diciembre no hay valiente que no tiemble”.
Seguí subiendo camino del puerto de Vegarada, esperando una mayor bajada de la temperatura y, para mi desconcierto, ésta fue aumentando hasta los tres grados sobre cero en lo más alto del puerto.
Van a tener razón aquellos que me dijeron que para vivir, lo más adecuado es: “O en la montaña, o lejos de ella”.