La medida del paso del tiempo.
El establecimiento de un sistema de predicción de las regularidades permitió a los hombres organizar sus actividades, sincronizar sus relaciones sociales y situarse en el tiempo.
Esto, hasta donde yo puedo conocer, exigió la armonización de diferentes ciclos naturales (el día, las estaciones, el desarrollo vegetativo), efemérides astronómicas (del Sol y de la luna, principalmente) y otras leyes más o menos ocultas. Además de notar las pautas de recurrencia y regularidad, señalaron nuestros antepasados las fiestas y los ciclos festivos como puntos de inflexión.
Medían el tiempo con sencillos métodos y sabían para qué necesitaban el tiempo cada vez que se ocupaban de él, era un tiempo concreto, cerrado, tranquilo, con principio y fin. Que el tiempo pasara lento, rápido o se detuviera dependía de cada persona y de cada momento en la vida de cada persona. Sabían que no era lo mismo cinco minutos con la novia que cinco minutos sentado sobre la estufa encendida, como dijo Einstein.
Usaban porciones de tiempo como “antes”, “ahora”, “ya”, “después”, “enseguida”, “siempre”, “nunca”, “tarde”, “temprano”, “dentro de poco”, “dentro de mucho”, “hace poco”, “hace mucho”. Otras veces combinaban “rato” con alguna de las expresiones anteriores, dando formulas como “hace poco rato”, “después de mucho rato”, “al rato”, “un buen rato”. También utilizaban la palabra “tiempo” en general: “tiene mucho tiempo”, “hace mucho tiempo”, “es de mi tiempo” y los momentos del día: “al amanecer”, “al mediodía”,” al atardecer”, “al anochecer”, “por el día” , “por la noche”. Los tiempos anuales tenían hitos tomados del santoral: “por san miguel”, “por san andrés”, “por san martín”, por Navidad, por pascua.
La medida del tiempo era una escala creada por ellos para medir sus tareas y sus logros o fracasos, nada más. Por tanto, el tiempo cambiaba según la forma en que lo vivían y lo percibían en función de las tareas, obligaciones y metas que se habían propuesto. Primaba entonces la vivencia temporal cualitativa y subjetiva. Esa impresión subjetiva del paso del tiempo podría ser usada para medir la penuria de la tarea o la intensidad del dolor, de tal manera que media hora de intenso esfuerzo manejando una guadaña, daba la impresión de mucho más tiempo, cinco minutos de descanso pasaban volando y un tiempo indeterminado padeciendo un intenso dolor de muelas suponía una eternidad. De esta forma convirtieron las impresiones subjetivas en medidas objetivas de malestar o bienestar.
Una de esas distinciones temporales era la que medía un continuo vital para los individuos y daba lugar a la secuencia infancia (guajes o rapaces)/juventud (mocedad-mozos)/madurez/vejez, siendo la juventud un «todavía no, pero ya casi» y la vejez un «ya casi no»
La estimación del tiempo que configuraba la base de la vida cotidiana vinculaba siempre el tiempo con el espacio, y que era normalmente imprecisa y variable debido a que el cuándo estaba casi conectado al dónde.
Todos vivían en un tiempo que parecía no pasar. Las mismas actividades realizadas generación tras generación, con las mismas técnicas y los mismos problemas, con los mismos santos utilizados como denominación del calendario agrario: San Miguel, San Juan, San Marcos, San Lucas,...
Era un tiempo que hacía olvidar hasta su edad a muchos hombres, como así hacen constar los escribanos de algunas personas en distintos documentos. El conocimiento de la edad era algo superfluo en una vida donde sólo tenía sentido el trabajo cotidiano, y las estaciones que marcaban el ciclo agrario y se repetían año tras año, siempre con la angustiosa esperanza de una climatología benigna.
La contigüidad del espacio, del tiempo y del hacer convertía, por suerte, en innecesarias las horas, los minutos, los segundos y los nanosegundos.
Esto, hasta donde yo puedo conocer, exigió la armonización de diferentes ciclos naturales (el día, las estaciones, el desarrollo vegetativo), efemérides astronómicas (del Sol y de la luna, principalmente) y otras leyes más o menos ocultas. Además de notar las pautas de recurrencia y regularidad, señalaron nuestros antepasados las fiestas y los ciclos festivos como puntos de inflexión.
Medían el tiempo con sencillos métodos y sabían para qué necesitaban el tiempo cada vez que se ocupaban de él, era un tiempo concreto, cerrado, tranquilo, con principio y fin. Que el tiempo pasara lento, rápido o se detuviera dependía de cada persona y de cada momento en la vida de cada persona. Sabían que no era lo mismo cinco minutos con la novia que cinco minutos sentado sobre la estufa encendida, como dijo Einstein.
Usaban porciones de tiempo como “antes”, “ahora”, “ya”, “después”, “enseguida”, “siempre”, “nunca”, “tarde”, “temprano”, “dentro de poco”, “dentro de mucho”, “hace poco”, “hace mucho”. Otras veces combinaban “rato” con alguna de las expresiones anteriores, dando formulas como “hace poco rato”, “después de mucho rato”, “al rato”, “un buen rato”. También utilizaban la palabra “tiempo” en general: “tiene mucho tiempo”, “hace mucho tiempo”, “es de mi tiempo” y los momentos del día: “al amanecer”, “al mediodía”,” al atardecer”, “al anochecer”, “por el día” , “por la noche”. Los tiempos anuales tenían hitos tomados del santoral: “por san miguel”, “por san andrés”, “por san martín”, por Navidad, por pascua.
La medida del tiempo era una escala creada por ellos para medir sus tareas y sus logros o fracasos, nada más. Por tanto, el tiempo cambiaba según la forma en que lo vivían y lo percibían en función de las tareas, obligaciones y metas que se habían propuesto. Primaba entonces la vivencia temporal cualitativa y subjetiva. Esa impresión subjetiva del paso del tiempo podría ser usada para medir la penuria de la tarea o la intensidad del dolor, de tal manera que media hora de intenso esfuerzo manejando una guadaña, daba la impresión de mucho más tiempo, cinco minutos de descanso pasaban volando y un tiempo indeterminado padeciendo un intenso dolor de muelas suponía una eternidad. De esta forma convirtieron las impresiones subjetivas en medidas objetivas de malestar o bienestar.
Una de esas distinciones temporales era la que medía un continuo vital para los individuos y daba lugar a la secuencia infancia (guajes o rapaces)/juventud (mocedad-mozos)/madurez/vejez, siendo la juventud un «todavía no, pero ya casi» y la vejez un «ya casi no»
La estimación del tiempo que configuraba la base de la vida cotidiana vinculaba siempre el tiempo con el espacio, y que era normalmente imprecisa y variable debido a que el cuándo estaba casi conectado al dónde.
Todos vivían en un tiempo que parecía no pasar. Las mismas actividades realizadas generación tras generación, con las mismas técnicas y los mismos problemas, con los mismos santos utilizados como denominación del calendario agrario: San Miguel, San Juan, San Marcos, San Lucas,...
Era un tiempo que hacía olvidar hasta su edad a muchos hombres, como así hacen constar los escribanos de algunas personas en distintos documentos. El conocimiento de la edad era algo superfluo en una vida donde sólo tenía sentido el trabajo cotidiano, y las estaciones que marcaban el ciclo agrario y se repetían año tras año, siempre con la angustiosa esperanza de una climatología benigna.
La contigüidad del espacio, del tiempo y del hacer convertía, por suerte, en innecesarias las horas, los minutos, los segundos y los nanosegundos.