Semana de dolor y de placer.
Un año de sequía puede explicarse por contraposición a un año de lluvia abundante, como también se entiende mejor un mes de vacaciones contrastándolo con los meses laborales. La semana santa, hacia la que nos encaminamos, podríamos clarificarla haciéndola incompatible con el resto de las semanas. Si una es santa –fervorosa, bendita, beatífica, divina, gloriosa- entraría en divergencia, por definición, con las semanas restantes que serían malditas, perversas, endiabladas, detestables, condenables o réprobas. Es posible que esta semana se defina como santa por la cantidad de imágenes religiosas que pululan en ella, de igual modo que la semana blanca lo es por la nieve que rodea a quienes van a una estación de esquí.
En los entornos rurales, esta semana, santa o no, venía marcada por el color morado de los paños con los que se tapaban las imágenes religiosas; por el sonido ronco de las carracas que sustituían a los toques de las campanas; por los lúgubres cánticos monocordes y casi gregorianos que se emitían en las iglesias y por el ayuno, la abstinencia y la obligada confesión y comunión ( una vez al año). Todo ello ha sido sustituido por turistas con ganas de pisar paisaje; por peregrinaciones no organizadas hacia la capital, el día de jueves santo, a la magnífica e irreverente procesión del heterodoxo Genarín y por la concurrencia en bares y cafeterías de gente tomando limonada; cada una que se toma representa la muerte de un judío. Así, se ha ido pasando de la semana santa y de pasión a la semana perversa y de follón; de semana de dolor a semana de placer.