Avaricia.
Habla Plutarco de un tirano que además era muy avaro, hasta el punto que todo el oro que veía o lo cogía o lo robaba. Cuando murió pesaron el tesoro y su cadáver y el tesoro pesaba siete veces más. Acordaron los atenienses que cualquiera que reconociera alguna pieza como suya la cogiera para sí, ya que se había hecho rico con el sudor de los vecinos. Dispusieron que, como había llevado a la pobreza a mucha gente, que lo que sobrara fuese repartido entre los pobres. Decidieron también que fuera su cuerpo comido por los cuervos y sus huesos sirvieran de alimento a los perros, porque a tanto había llegado su avaricia que no compró ni el terreno donde debía ser sepultado.
Supieron ya los atenienses que el que guarda para que le sobre en demasía, como el tirano que nos cuenta Plutarco, no da señales de cuerdo sino de loco extremo porque cuando muera más le valdría que la gente se alegrara de lo que dio que no le ensalcen por lo que deja en herencia.
El emperador Severo, después de leer esta historia, dijo: "Es tan grande el placer que tengo por lo que he dado, como la pena por lo que no he podido dar".
Llevando esto al extremo, notaron los esquimales que los regalos hacen esclavos como los latigazos hacen a los perros; entre los Kwakiutl, cuando uno quiere hundir a su rival, no tiene más que mostrarse muy generoso con él. Le hace regalos tan abundantes que, al no poder ser correspondidos, pueden llevar al suicidio al agraciado.