Llueve sobre seco.

Llevábamos meses suspirando por la llegada de la lluvia. Su prolongada ausencia la hacía más ansiada. No fueron necesarias ni procesiones, ni rogativas, ni peticiones expresas a santos o vírgenes; bastó simplemente con esperar. Primero los hombres y mujeres del tiempo televisivo nos amenazaron con la cola del huracán “Gordón”, luego vimos cubrirse el cielo de negros nubarrones, a los pájaros volar inquietos, a las salamandras salir de paseo, a las arañas tejer en inusual actividad y a las vacas tumbarse sobre el mismo lado, después comenzó a llover sin piedad. Días y noches las gotas de agua caían en múltiples trayectorias obligadas por el viento que las precipitaba sobre la superficie. Los regueros, hasta ahora secos, recogieron el agua y la condujeron al cauce de río, al que casi tuvimos que regar un mes atrás para que no levantase polvo.
Fue tal la cantidad de agua caída, que la gente, de igual manera que con la sequía, ya maldecía el continuo, copioso y sistemático llover.
