Ciencia, elegancia y elocuencia.
A punto estuvieron griegos y romanos de enzarzarse en una guerra porque un embajador griego dijo que los romanos eran muy hábiles con las armas, pero muy poco afortunados con las ciencias; hasta tal punto esto era así, que aseguró que sabían más las mujeres en Grecia que los hombres en Roma. Tanto ofendieron estas palabras que el senado romano pronto pidió venganza. Bien sabían los senadores que hay más razones para las guerras por palabras injuriosas que no por territorios perdidos o invadidos. Se decidió que, en vez de armas, fuesen las lenguas de las mujeres las que resolviesen las disputas. Las más doctas mujeres griegas y romanas discutieron públicamente, unas contra otras, sobre múltiples y diversos temas.
Mucho gustó a los griegos oír a las romanas y otro tanto a los romanos escuchar a las griegas. Las Griegas decían cosas muy trascendentes, pero con poca elegancia y las romanas cosas poco profundas con mucha elocuencia. Jueces neutrales sentenciaron que unas y otras fuesen vencedoras, las griegas por sus trascendentales sentencias y las romanas por su seducción con las palabras. El público asistente se enzarzó en una discusión sin límite: que si las mujeres griegas eran más hermosas que las romanas, pero que las romanas se componían y adornaban más que las griegas; que las griegas eran más trabajadoras que las romanas pero éstas más honestas que las griegas.Sucede que muy pocas veces concurren en la misma persona la profunda ciencia y la alta soltura con las palabras, cuanto si más exigimos también belleza, honestidad o laboriosidad.