La Mancha en los ojos.
Bajé al llano de La Mancha para reencontrarme con las lagunas de Ruidera y comprobar que todo fluye y nada permanece; que cada vez que nos asomamos a ellas el agua es diferente, como distintos sus colores, sus olores y diversos los sentimientos que provocan .
Entré en la cueva de Montesinos y salí cual Quijote.
Volví a ver cómo los agricultores podan las castizas cepas y amontonan los sarmientos en los bordes improductivos para que el paso del tiempo los recicle. Y vi afrancesadas viñas con riego por goteo que asegura la producción y el ahorro de agua, amenazando con la aniquilación de cepas milenarias; amenaza que ya cumple la Unión Europea, a juzgar por el arranque obligatorio que se observa en algunas tierras.
Observé los olivos, recién apaleados, recuperando cada una de sus hojas la posición original, dando una lección a los que tanto hablan de “resiliencia”.
Miré con atención el desfile del carnaval, sorprendiéndome gratamente las vistosas comparsas de inmigrantes bolivianos y las de los discapacitados.
Busqué casi con desesperación almendros en flor, pero los caprichos del calendario y los de la climatología, sólo permiten ver atisbos de lo que será un festival blanco.
Y pude ver cómo la belleza (esa impresión subjetiva) está en cualquier paisaje por similitud, contraste, novedad, evocación y/o estado de ánimo esperando a que la descubramos.
Y corroboré que en Villarobledo (Albacete) florece siempre la amistad que es gemela.