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Si miráramos hacia arriba con un incierto sexto sentido,
veríamos como sobre nuestras cabezas pende de un hilo, tan fino o tan grueso
como queramos imaginar, una espada dispuesta a ensartarnos o a abrirnos en
canal, ante la más mínima e insospechada contingencia: un viento que sopla
inoportunamente; una mosca que ingenuamente se posa sobre ella; el airado
portazo de un visitante contrariado… y ¿ qué hacer para evitar el riesgo?.
¿Cómo probabilizar que no caiga?. ¿ A quien recurrir para que triplique su
fijación?. Si nos dedicamos a buscar las respuestas a estas preguntas, mientras
no las encontramos, viviremos en una permanente angustia que nos paralizará,
con la mirada fija en el hilo que en cualquier momento se puede romper. La
alternativa factible es cambiar la mirada al frente, intentar marcar todos los goles
posibles a la vida y olvidarse de despejar balones y espadas, porque a la
espada sólo la veremos caer cuando la estemos mirando y los goles nos los
meterán cuando descuidemos el ataque. Damocles, cuando vio sobre su cabeza la
afilada espada, atada por un pelo de crin de caballo, directamente sobre su
cabeza, perdió las ganas de todos los apetitosos manjares que se le ofrecían,
abandonó su puesto y renunció a su fortuna, sin saber, el pobre ingenuo, que
siempre había estado allí y no le había ido tan mal hasta entonces.