Acceso a la inmortalidad.
Ingresaron a un poeta en la sexta planta de un hospital psiquiátrico donde estaba la unidad de agudos; después de varios días tomando ingentes cantidades de inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina, su comportamiento se normalizó y pudo recibir visitas. Fue a verle un psicólogo amigo suyo y ambos pasearon por los amplios pasillos del hospital, mostrando en toda la conversación el paciente un ajustado contacto con la realidad. Llegaron a una ventana que estaba abierta y el paciente cogió de la mano al psicólogo y le dijo: - amigo mío ha llegado la hora de inmortalizarnos, saltemos de aquí abajo.
El psicólogo le dijo: - eso lo hace cualquiera, si quieres que nos inmortalicemos, hagamos algo que nadie ha sido capaz de hacer hasta la fecha; bajemos a la calle y demos un salto hasta aquí arriba. El poeta aceptó la propuesta. Desde entonces tiene dos ideas fijas: la primera, pasar a la posteridad como émulo de Rilke, Rimbaud o Baudelaire y en la recámara, la segunda por si no fuera posible la primera: inmortalizarse saltando desde el suelo hasta el sexto piso. Y es que en la vida hay que tener dos velas encendidas, una a Dios y otra al diablo, para no tener que depender de los inhibidores selectivos de la recaptación de cualquier neurotransmisor, en el proceso de ir viviendo.