Atar las piedras y soltar los perros.
No hace mucho tiempo que, aunque León fuese la capital de reino, aún los perros andaban sueltos y las gallinas picoteaban libres por las calles. No existían ordenanzas que obligaran a sus dueños a colocar chips,a vacunar o a recoger los excrementos que los animales dejaban en el sitio en que la necesidad les obligaba. A la capital del reino debían acudir los aldeanos, no con mucha frecuencia, para realizar compras de algunos artículos de difícil consecución en las ferias y mercados de la montaña; así, un día de septiembre se vio en la necesidad de bajar a León un campesino para comprar en “la casa del labrador” un cencerro de gran tamaño para el carnero guía de sus rebaños. Montó en el burro a las seis de la mañana y a las nueve ya estaba en la estación de La vecilla, donde cogió el tren que le condujo a León. Llegó, sin incidencias, a las doce. Callejeó hasta llegar a la plaza del grano. De pronto, una jauría de perros vino sobre él, estaban demasiado cerca como para ponerse a salvo a la carrera y decidió coger una piedra del suelo para defenderse, pero por mucho que lo intentó, no fue capaz de arrancarla de empedrado. Entonces, muy enfadado con el alcalde, responsable de aquella obra exclamó: - Maldita sea la ciudad en que sujetan a las piedras y dejen libres a los perros.