Es necesario librarnos a toda costa de ese enemigo.
”Pongo por testigos a las dos diosas que no
es en modo alguno la ambición lo que mueve a hablar aquí, mujeres. Muéveme
solamente la indignación que me sofoca al veros vilipendiadas por Eurípides,
ese hijo de verdulera. ¿Qué ultrajes hay que no nos prodigue? ¿Qué ocasión de
calumniarnos desprecia, en cuanto tiene muchos o pocos oyentes, actores y
coros? Nos llama adúlteras, desvergonzadas, borrachas, traidoras, charlatanas,
inútiles; peste de los hombres; con lo cual cuando nuestros maridos vuelven
del teatro nos miran de reojo y registran la casa para ver si tenemos escondido
algún amante. Ya no nos permiten hacer lo que hacíamos antes a causa de las
sospechas que ese hombre ha inspirado a los esposos. ¿Se le ocurre a una de
nosotras hacer una corona? Ya la creen enamorada. ¿Deja otra caer una vasija
al correr en sus domésticas faenas? El marido pregunta en seguida: «¿En honor
de quién se ha quebrado esa olla? Sin duda del extranjero de Corinto.» ¿Está
enferma alguna joven? Su hermano dice al punto: «No me gusta el color de esa
muchacha.» Si
una mujer que no tiene hijos quiere simular un parto, ya no puede hacerlo,
porque los hombres nos vigilan de cerca. Para con los viejos que antes
contraían matrimonio con jóvenes, también nos ha desacreditado, y ninguno se
casa a causa de aquel verso:
La
mujer es un tirano para el marido anciano.
El es asimismo la causa de que nos
encierren con cerrojos y sellos y tengan para guardarnos esos perrazos
molosos, terror de los amantes. Ya no podemos, como antes, sacar nosotras
mismas de la despensa harina, aceite y vino, pues nuestros maridos llevan
siempre consigo no sé qué condenadas llavecitas lacedemonias secretas y de
tres dientes. Sin embargo aún hubiéramos podido abrir las puertas más selladas,
mandándonos hacer por tres óbolos un anillo con la misma marca; pero ese
maldito Eurípides, perdición de las familias, ha enseñado a los hombres a
llevar colgados del cuello complicadísimos sellos de madera. Creo, por consiguiente,
que es necesario librarnos a toda costa de ese enemigo, dándole muerte con
veneno u otro medio cualquiera. Eso es lo que digo en alta voz; lo demás lo
haré constar en el registro del secretario.”
Aristófanes: “Las Tesmoforias”