el cazurro ilustrado

30 noviembre 2005

3 de Diciembre. Día de la Discapacidad.


La minusvalía y la discapacidad y la deficiencia tienen su origen en las prácticas sociales.

El largo camino recorrido desde la oscuridad de los tiempos hasta esta penumbra postmoderna no presupone, desde luego, que veamos ya la meta, en el campo de la aceptación plena de derechos de los discapacitados.
La posesión diabólica, el pecado de los padres, los excesos humorales y las pasiones explicaron, en algunas épocas, la discapacidad. En otras se utilizaron categorías diagnósticas del tipo “imbécil”, “idiota”, “tarado”, “oligofrénico”, “débil”, “bobo”, “tonto” o “fronterizo”, hasta llegar a los términos de “discapacidad” o “necesidades educativas especiales”. Se han ido dando vueltas de tuerca que satisfacen a casi todos, menos a los que son considerados como usuarios de estas categorías.
Nuestra sociedad ofrece a los denominados deficientes, discapacitados o minusválidos, actividades o “intervenciones tendentes a re-ordenarles” ya que su problema es el estar fuera-de-orden, suponiendo que están fuera de las mejores condiciones que la propia sociedad pueda ofrecer y, sea por lo que sea, se está fuera de ellas. La problemática se da por entero en el plano de ser o no ser de la sociedad de la que, sin embargo, se forma parte y se es de ella para lo que tenga de mejor: respeto, reconocimiento, tolerancia, recursos y oportunidades.
Pero a los niños ( lo más querido) se les maltrata. La juventud es un divino tesoro a condición de que no se salga del tiesto. A la mujer se la venera y maltrata a la vez. Llegar a viejo es una legitima aspiración que puede ser lamentable. Las minorías siguen siendo los otros y a los “minusválidos” se les asiste unas veces y se les margina la mayoría de ellas.
Todo ello como consecuencia de una discapacidad emocional generalizada que no nos permite advertir que enfrente tenemos al “otro” que, por serlo, ya es distinto. Somos incapaces de verlo en su dimensión humana y de tomar conciencia de su singularidad de la cual nosotros, que estamos de este lado (el bueno), podemos formar parte mañana o pasado mañana.
La minusvalía y la discapacidad y la deficiencia tienen su origen en las prácticas sociales, no en la falta de inteligencia o en la ausencia, más o menos acusada de determinadas estructuras corporales, ni en el conocimiento científico al que la sociedad asigna valor de verdad. La deficiencia, la discapacidad y la minusvalía no existen si no se las pone en práctica. Aunque la limitación pueda ser fija, podemos superar ( no curar) la discapacidad sin necesidad de terapéuticas especiales, sino a través de las prácticas cotidianas y de la consideración que tenga la sociedad sobre la persona con la supuesta discapacidad.
Sólo si nos comprometemos a su desestigmatización, a su inclusión efectiva, a un trato de respeto en nuestras acciones concretas en la calle, el barrio, el bar, la escuela o la oficina, seremos capaces de construir un lugar en el que todos tengamos cabida, no a pesar de ser-diferentes, sino gracias a ello.
Pero si se quieren cambios de las prácticas sociales establecidas se ha de empezar por el análisis de las consecuencias que las están manteniendo y que no son otras que las contingencias de reforzamiento de la conducta de los individuos que forman el grupo y la organización de referencia. Si queremos establecer nuevas prácticas habremos de asegurar las consecuencias que las mantengan. Somos contrarios a la guerra, pero dejamos que trabajen los arsenales; combatimos el alcoholismo, pero las destilerías hacen toda su producción; luchamos contra el analfabetismo, pero mantenemos a los niños y a los adultos en la ignorancia de todas las cosas esenciales; negamos la discriminación, pero nos apartamos del diferente; nos revelamos contra el consumismo, pero pasamos las tardes en las superficies comerciales comprando cosas innecesarias; criticamos a la televisión-basura, pero conocemos cada uno de sus programas; odiamos que nos rechacen por alguna de nuestras características, pero rechazamos según nuestros prejuicios, que no son pocos, y así un sin fin de contradicciones rigen nuestra vida personal y social.
Decía Lévi-Straus que salvaje es quien llama a otro salvaje, apliquemos este silogismo al tema que nos ocupa y convirtámoslo en una regla de conducta, pero si no es suficiente, recordemos las palabras de W. Shakespeare: “ hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que la enciende.” Si de verdad no entendemos la diversidad de los humanos y si no comprendemos que el sentido global de la vida personal sólo puede alcanzarse propiamente en el contexto de las otras personas, capaces no solo de determinar sino también de interpretar el sentido de la vida de los prójimos, entonces encenderemos la hoguera para que ardan cada grupo diferente al nuestro, ya sean los discapacitados, las mujeres, los negros, los ancianos, los bajos, los gordos.....