el cazurro ilustrado

26 septiembre 2005

Elogio de la estulticia

Elogio de la locura ( de la estulticia)
Erasmo de Roterdam
Un resumen de Mag Castañon ( el cazurro ilustrado)
Blaise Pascal escribió que los hombres nunca hacen el mal con tanto placer como cuando lo hacen por convicciones religiosas.
En nombre del Amor, puritanos y moralistas organizaron el odio, la opresión y la humillación; en nombre de la vida, los líderes y profetas derramaron la muerte por vastas regiones del planeta..
«Hace bien en alabarse a sí mismo quien no encuentra a otro que lo haga».
Júpiter inmortal, ¡cuántos divorcios y aun accidentes peores que los divorcios ocurrirían si el trato doméstico del varón y la esposa no se viese afianzado y sostenido por la adulación, la broma, la indulgencia, el engaño y el disimulo, que forman como mi cortejo! ¡Ah, qué pocos matrimonios llegarían a cuajar si el novio investigase prudentemente a qué juegos se había dedicado aquella doncellita delicada, al parecer, y pudorosa, mucho antes de casarse! ¡Y cuántos menos permanecerían unidos si muchos de los actos de las esposas no quedasen ocultos gracias a la negligencia y estupidez de los maridos!
Qué es toda la vida mortal sino una especie de comedia donde unos aparecen en escena con las máscaras de los otros y representan su papel hasta que el director del coro les hace salir de las tablas? Éste ordena frecuentemente a la misma persona que dé vida a diversos papeles, de suerte que quien acababa de salir como rey con su púrpura, interpreta luego a un triste esclavo andrajoso. Todo el mecanismo permanece oculto en la sombra, pero esta comedia no se representa de otro modo.

Será en verdad prudente, quien, sabiéndose mortal, no quiere conocer más que lo que le ofrece su condición, se presta gustoso a contemporizar con la muchedumbre humana y no tiene asco a andar errado junto con ella. Pero en esto, dirán, radica precisamente la Estulticia. No negaré que así sea, a condición de que se convenga en que tal es el modo de representar la comedia de la vida.
Si alguien volviese la vista a su alrededor desde lo alto de una excelsa atalaya, como los poetas le atribuyen hacer a Júpiter, vería cuántas calamidades afligen la vida humana, cuán mísero y cuán sórdido es su nacimiento, cuán trabajosa la crianza, a cuántos sinsabores está expuesta la infancia, a cuántos sudores sujeta la juventud, cuán molesta es la vejez, cuán dura la inexorabilidad de la muerte, cuán perniciosas son las legiones de enfermedades, cuántos peligros están inminentes, cuánto desplacer se infiltra en la vida, cuán teñido de hiel está todo, para no recordar los males que los hombres se infieren entre sí, como, por ejemplo, la miseria, la cárcel, la deshonra, la vergüenza, los tormentos, las insidias, la traición, los insultos, los pleitos y los fraudes.
Es beneficio especial mío que podáis ver por doquier a viejos de nestórea senectud en los que ya no sobrevive ni la figura humana, balbucientes, chochos, desdentados, canosos, calvos, o, para describirlos mejor, con palabras aristofánicas, «sucios, encorvados, miserables, calvos, llenos de arrugas, sin dientes», pero que se deleitan con la vida y aun aspiran a rejuvenecerse, de suerte que uno se tiñe las canas, el otro disimula la calva con una cabellera postiza, el de más allá se vale de los dientes que acaso adquirió de un cerdo y aquél se perece por alguna muchacha y supera en tonterías amatorias a cualquier adolescente, pues es frecuente, y casi se aplaude como cosa meritoria que cuando están ya con un pie en la tumba y no viven sino para dar motivo a un ágape funerario, se casen con alguna jovencita, sin dote, que tendrá que ser disfrutada por otros. Pero mucho más divertido, si se pone atención en ello, es ver a ancianas que hace mucho que tienen edad de haberse muerto y aun ponen cara de estado y de haber retornado de los infiernos, que tienen siempre en la boca aquella frase de que «es bueno ver la luz del día»; llegan a entrar en celo según suelen decir los griegos, como machos cabríos, y compran a buen precio a algún Faón; se embadurnan asiduamente el rostro con afeites; no se separan del espejo; se depilan el bosque del bajo pubis; exhiben los pechos blandos y marchitos; solicitan la voluptuosidad con trémulo gañido, y acostumbran a beber, a mezclarse en los grupos de las muchachas y a escribir billetes amorosos. Todos se ríen de estas cosas teniéndolas por estultísimas, como lo son, pero ellas están contentas de sí mismas y entretenidas, mientras, con vivos placeres; la vida les resulta una pura miel y son felices gracias a mi favor.
Querría yo que quienes consideren ridículas estas cosas mediten si no es mejor conseguir una vida dulce gracias a tal estulticia que ir buscando, como dicen, un árbol de donde ahorcarse, pues aunque por el vulgo estas cosas sean tenidas por deshonrosas infamias, ello no importa a mis estultos, puesto que dicho mal, o no lo sienten o, si lo sienten, lo desprecian con facilidad. Si les cae una piedra en la cabeza, esto sí que es un verdadero mal, pero como la vergüenza, la deshonra, el oprobio y las injurias no hacen más daño del caso que se les hace, dejan de ser males si falta el sentido de ellas. ¿Qué te importará que todo el pueblo te silbe, con tal de que tú mismo te aplaudas? Y solamente la Estulticia puede ayudar a que ello sea posible.
«El conocimiento de las ciencias es cualidad peculiar del hombre, quien, con el auxilio de ellas, compensa con el talento aquellas cosas en que la naturaleza le ha desfavorecido.» Como si tuviese algún asomo de verdad el que la naturaleza que veló tan solícitamente en favor de los mosquitos, y aun de las hierbas y las florecillas, hubiese sólo dormitado en el caso del hombre, haciendo que le fuesen necesarias las ciencias, inventadas por el pernicioso genio de aquel Teuto para sumo perjuicio del género humano, ya que no sirven para alcanzar la felicidad y estorban a lo propio para que fueron descubiertas, como un rey muy sabio dijo gallardamente, según Platón, a propósito del invento de la escritura.
Por tanto, las ciencias irrumpieron en la vida humana junto con tantas otras calamidades, y por ello a los autores de todos los males se les llama «demonios», equivalente a dah/monaj, que significa los que saben.
Los teólogos se mueren de hambre, se desalientan los físicos, los astrólogos son objeto de risa y los dialécticos, de menosprecio. El médico es el único que «vale tanto como muchos hombres», y en esta misma profesión el más indocto, temerario e irreflexivo prospera más, incluso entre los magnates. Así, la medicina, sobre todo ahora que la ejercen tantos, no es sino cuestión de adulación, igual, por cierto, que la retórica.
La naturaleza odia lo artificioso y hace crecer mucho más felizmente lo que no ha sido violado por ninguna ciencia.
De este modo, nunca alabaría bastante a aquel gallo pitagórico que, habiendo sucesivamente sido con la misma entidad filósofo, varón, mujer, rey, particular, pez, caballo, rana, y aun creo que esponja, dictaminó que no había animal más desgraciado que el hombre, porque todos los demás, se reducían a los confines de su naturaleza y sólo el hombre trataba de salirse de los que le imponía su condición.
¿Hay algo más feliz que esta especie de personas a las que el vulgo llama estúpidos, estultos, fatuos e insípidos, títulos éstos que, en mi opinión, son hermosísimos? En principio, carecen de miedo a la muerte, mal nada despreciable, ¡por Júpiter!, y de remordimientos de conciencia; no les conturba la hostilidad de los espíritus, no les asustan fantasmas ni duendes y ni les turba el miedo de los males que amenazan ni les desasosiega la esperanza de bienes futuros. En suma, no se dejan atormentar por millares de preocupaciones que atosigan a esta vida. No padecen vergüenza, ni temor; no ambicionan, no envidian ni aman. Por último, si llegan a acercarse más a la insensatez de los animales brutos, no pecan, según los teólogos.
Quisiera que meditases, estultísimo sabio, cuántas preocupaciones torturan por doquier tu ánimo de noche y de día; que reunieses en un montón todos los sinsabores de tu vida y así comprenderías de cuánto mal he preservado a mis amados necios. Añade a esto que éstos no sólo se regalan sin cesar, juegan, cantan y ríen, sino que también a dondequiera que van llevan consigo el placer, la broma, el juego y la risa como si la misericordia de los dioses se los hubiese otorgado para alegrar la tristeza de la vida humana. Imagínate, que pones delante de él a un ejemplo de sabiduría, a un hombre que ha gastado toda la infancia y toda la adolescencia en aprender las ciencias y que la parte más deliciosa de la vida la ha perdido en incesantes vigilias, cuidados y sudores y que en lo que le restaba tampoco ha degustado ni un tantico de placer, viviendo siempre sobrio, pobre, triste, malévolo y duro para consigo mismo y pesado y desagradable para los demás, pálido, macilento, enfermizo, legañoso, canoso y viejo antes de ahora y prematuramente huido de esta vida... Pero ¿qué le importa morir, si nunca ha vivido? ¡Ahí tenéis el bello retrato de un sabio!
La gente llama loco a aquel que imagina que una calabaza es una mujer, puesto que ello les sucede a poquísimas personas. En cambio, aquel que ensalza a su mujer, a la que tiene en común con muchos otros, como si fuese Penépole y la ensalza en tono mayor, se engaña dulcemente y no habrá nadie que le llame loco, puesto que ésta es cosa que les ocurre en general a los maridos.
Y qué diré de estos que se ilusionan halagadoramente con fingidas compensaciones de los pecados y, por encima de todo error, miden, como con una clepsidra, los tiempos del Purgatorio, los siglos, los años, los meses, los días y las horas, a modo de una tabla matemática? de aquellos que, valiéndose de ciertos signos y ensalmos que algún piadoso inventor ideó para bien de las almas o para su propio lucro, se lo prometen confiadamente todo, riquezas, honores, placeres, harturas, salud y perpetuamente próspera, vida longeva, lozana vejez y, en fin, la estrecha vecindad con Cristo en los cielos, cosa la última que no quieren que ocurra sino lo más tarde posible, es decir, cuando emigran a su pesar de los placeres de esta vida, a los que se aferran con los dientes: entonces es cuando quieren sustituirlos por las delicias celestiales.
Pues tengo por cierto incluso que la naturaleza, al modo que a cada uno de los mortales, proporcionó a las naciones y casi a las ciudades un cierto amor propio común. De aquí viene que los británicos recaben para sí, por encima de cualquier otra prenda, la hermosura, el arte de la música y la buena mesa. Los escoceses blasonan de nobleza y de entronque con la realeza, y de sus argucias dialécticas. Los franceses se atribuyen la cortesía en el trato. Los parisienses se arrogan de modo particular la gloria de la ciencia teológica por encima de todos los demás. Los italianos se reservan las letras y la elocuencia, y con tal fundamento se lisonjean satisfechos de ser los únicos mortales que no son bárbaros. Los romanos tienen la primacía en este estilo de complacencia y sueñan aún con delicia en la vieja Roma. Los vénetos son felices con la fama de nobleza. Los griegos, a fuer de inventores de las ciencias, se enorgullecen con los títulos antiguos de sus famosos héroes. Los turcos y toda la camada de los bárbaros, se atribuyen mérito por la religión y se ríen de los cristianos como supersticiosos. Los judíos, con mucha mayor complacencia, esperan incesantemente a su Mesías y se aferran con uñas y dientes a su Moisés aún hoy. Los españoles no ceden a nadie la gloria militar y los alemanes se envanecen de la prestancia de sus cuerpos y de su conocimiento de la magia.
¿Habrá cosa más complaciente que el rascarse mutuamente dos mulos? No hará, pues, falta que afirme que la adulación constituye gran parte de la elocuencia más celebrada; la mayor del arte médico y la máxima del pórtico; es, en fin, el almíbar y la sazón de todo trato humano.

Dirán algunos, sin embargo, que el equivocarse es lamentable; más lo es el no equivocarse. Yerran a más no poder quienes creen que la felicidad del hombre radica en las cosas mismas. En realidad, depende de la opinión que nos formamos de ellas, pues es tan grande la oscuridad y la variedad de las cosas humanas, que nadie las puede conocer de modo diáfano, según dijeron acertadamente los platónicos, los menos presuntuosos entre los filósofos.
Pero aunque se llegue a saber algo, ello suele redundar en detrimento de la alegría de la vida, pues el espíritu humano está moldeado de tal manera, que aprehende mucho mejor lo ficticio que lo verdadero.
¡Cuán poco cuesta esta consecución de la felicidad! Al paso que el conocimiento de las cosas en sí significa muchas veces voluminosa labor, aunque sean de tan poca monta como la gramática, las opiniones son de muy fácil adoptar y conducen igual, si no con mayor holgura, a la felicidad. Decid, pues: Si alguien come una salazón podrida ni cuyo olor siquiera puedan soportar los demás, y a él le sabe a ambrosía, ¿qué le impide sentirse feliz? Por el contrario, si a uno le produce náuseas el esturión, ¿de qué le sirve para la felicidad? Si alguien tiene una mujer de egregia fealdad, pero que en opinión del marido puede rivalizar hasta con la misma Venus, ¿acaso no será lo mismo para él que si fuese realmente hermosa? Si alguien contempla una tabla pintarrajeada de rojo y amarillo y se admira persuadido de que la ha pintado Apeles o Zeuxis, ¿no será acaso más feliz que aquel que ha comprado por alto precio un cuadro a un gran pintor y que quizá siente menos placer al contemplarlo?
Por tanto, no hay diferencia entre estultos y sabios o, si las hay, es favorable a los primeros, primeramente porque su felicidad les cuesta muy poco, ya que consiste en una modesta persuasioncilla, y luego, porque la comparten con la mayoría de las personas.
Yo, la Estulticia, soy la única que reparto indistintamente entre todos con magnífica liberalidad tan preciosos beneficios.
Yo también de vez en cuando acudo a sentarme entre las filas de los dioses de los poetas. Uno se muere por cierta mujercilla, a la que ama con mayor pasión a medida que menos caso le hace ella; el otro se casa con una dote y no con una esposa; el otro prostituye a su misma mujer; el de más allá, celoso, vigila como un Argos; aquél, de luto, ¡oh!, cuántas necedades dice y hace! Parece un actor que represente un papel de duelo. Aquel otro llora ante la tumba de la madrastra; éste le da al vientre todo lo que logra ganar, a costa de morirse de hambre poco después; el otro considera que no hay cosas más agradables que el sueño y la holganza. Los hay que se agitan afanosamente en el desempeño de los asuntos ajenos y olvidan los propios; que derrochan velozmente el dinero prestado y se creen ricos mientras tienen caudales ajenos. Otro no ve dicha comparable a la de vivir pobremente a fin de enriquecer a un heredero; aquél, para ganar un lucro exiguo e incierto, revolotea por todos los mares, confiando a las olas y a los vientos la vida, que ninguna riqueza, podría reparar. Uno prefiere buscar riquezas en la guerra, a disfrutar de seguro sosiego en el hogar. Hay quien cree que no hay medio más cómodo de enriquecerse que captar la voluntad de los viejos, ni faltan tampoco quienes prefieren conseguir lo mismo haciendo el amor a las viejecitas ricas. Los dioses, empero, se complacen magníficamente cuando ven, en ambos géneros, que éstos acaban siendo burlados astutamente por aquellos a quienes sedujeron. Uno trata afanosamente de renovarlo todo y otro mueve un proyecto magno, y, en fin, los hay que emprenden una peregrinación a Jerusalén, a Roma o a Santiago, donde no tienen nada que hacer, y, en cambio, dejan abandonados la mujer, la casa y los hijos.
Una cosa tienen, empero, en común, los sacerdotes y los laicos, que es que todos vigilan la prosperidad de sus ingresos y no ignoran ninguna de las leyes referentes a ellos, pero si se trata de alguna carga, la echan hábilmente sobre las espaldas ajenas y la vuelven a otros como si fuera una pelota. Así como los príncipes delegan los asuntos de la administración en sus ministros y éstos en los suyos, de la misma manera los sacerdotes, por modestia, dejan al pueblo las atenciones devotas. El pueblo las encomienda sobre los que llama eclesiásticos, como si él nada tuviera que ver con la Iglesia y como si nada significasen los votos bautismales; a su vez, los sacerdotes que se llaman seculares, como si estuviesen iniciados para el mundo y no para Cristo, descargan su obligación sobre los regulares; los regulares sobre los frailes; los frailes de ancha conciencia sobre los más rigurosos; todos ellos, a la vez, sobre las órdenes mendicantes, y éstas sobre los cartujos, entre quienes dicen se oculta la devoción, y tan oculta está, que apenas aparece.
Si perseguís el placer, las muchachas protagonistas de esta comedia son enteramente devotas de los estultos y se horrorizan y huyen del sabio como del escorpión. En suma, quien se dispone a vivir con un poco de alegría y optimismo, empieza por excluir de su compañía al sabio y prefiere admitir a cualquier otro animal.
En resumen, adondequiera que vuelvas los ojos, entre pontífices, príncipes, jueces, magistrados, amigos, enemigos, mayores o menores, todos se desviven por los bienes materiales, los cuales, como el sabio los desprecia, es lógico que acostumbren con fijeza a huir de él.
«Más vale el hombre que oculta su estulticia que el que esconde su sabiduría.
«El estulto, como es insensato, piensa que todos los que encuentra en el camino son estúpidos como él».
Ello se verá más claro si, según os lo he prometido, demuestro brevemente que esa suprema felicidad a que aspiran los creyentes no es sino una especie de locura.
Observad que Platón vislumbró algo de esto cuando escribió que el delirio de los amantes era el más feliz de todos. En efecto, el que ama ardientemente no vive en sí, sino en el objeto amado, y cuanto más se aparta de su propio ser para acercarse a ese objeto, su gozo crece más y más. Cuando el espíritu procura separarse del cuerpo de modo que ya no usa apropiadamente de sus órganos, evidentemente es que se produce el delirio. ¿Qué otro sentido tienen si no las expresiones vulgares de «está fuera de sí», «vuelve en ti» y «ya ha vuelto en sí»?. Ahora bien: cuanto más intenso es el amor, más profundo y feliz es el delirio que produce. Por tanto, ¿qué puede ser esa vida celestial a la que las almas tan fervientemente aspiran?
El espíritu, como más fuerte y poderoso, absorberá al cuerpo más fácilmente cuanto que éste ha sido ya preparado para tal transformación por el ayuno y la penitencia. A su vez el espíritu será después absorbido por la esencia divina, que es más potente por mil motivos, y así, cuando el hombre esté por completo fuera de sí mismo, podrá alcanzar la felicidad, porque estará despojado de su materialidad y vivirá de modo inefable en el Sumo Bien, que atrae hacia sí a todas las cosas.
Es verdad que la dicha no puede ser perfecta hasta que el alma haya recuperado su antiguo cuerpo y le dé la inmortalidad, pero como la vida devota no es más que una meditación de esta existencia y como una sombra de ella, son algunas veces recompensados como con una especie de goce y aroma de ella.
Aunque es solamente una gota en comparación con la fuente de la divina felicidad, vale más que todas las delicias humanas juntas. ¡Tanto aventajan los deleites espirituales a los corporales y los invisibles a los visibles! El profeta anunció así a los elegidos que: «No ha visto el ojo, ni oído el oído, ni sentido el corazón jamás lo que Dios guarda para los que le aman. Y esto es una parte de la necedad, a la que no destruye la muerte, sino que la perfecciona al pasar a mejor vida. Los pocos a quienes les es dado gustar estos placeres experimentan algo muy parecido a la locura; dicen cosas poco coherentes y diversas de la costumbre humana; hablan sin sentido y cambian súbitamente de cara; tan pronto están alegres como tristes; lloran, ríen o sollozan; y, en fin, están verdaderamente fuera de sí mismos. Luego, cuando recobran el conocimiento, no saben si estuvieron dentro del cuerpo o no, ni si están dormidos o despiertos; ni recuerdan más que como a través de un sueño lo que han oído, visto, dicho y hecho; de lo único que están seguros es de que han sido profundamente dichosos durante su éxtasis, por lo cual lamentan el haber recobrado la razón, tanto que nada desean más que gozar sin interrupción de su especial locura. Tal es una ligera degustacioncilla de la futura felicidad.
Pero noto que me he olvidado de que estoy traspasando los límites convenientes. Si alguien considera que he hablado con demasiada pedantería o locuacidad, pensad que lo he hecho no sólo como Estulticia, sino como mujer. Recordad, además, el proverbio griego que dice: «Los locos a veces dicen la verdad», a menos que penséis que este refrán no reza con las mujeres.
Veo que estáis aguardando el epílogo; pero os erráis si imagináis que me acuerdo de una sola palabra de todo este fárrago que acabo de soltar... Vaya este adagio antiguo: «No me gusta el convidado que tiene buena memoria.» Y yo invento éste: «Detesto al oyente que se acuerda de todo.» Por todo ello, ¡salud, celebérrimos devotos de la Sandez, aplaudid, vivid y bebed.