VALORAR LAS COSAS CUANDO FALTAN.
El apagón de ayer vino a demostrar la total dependencia que en esta sociedad tenemos de la electricidad. Fui a salir con el coche del aparcamiento y el portón no se abría. Después llegué al taller a arreglar un pinchazo y el mecánico me dijo que si no llegaba la luz no había arreglo. En el surtidor de gasolina me dijeron algo similar. En casa tuve que subir por las escaleras en vez de usar el ascensor. Ni calentar la comida, ni calefacción, ni tv, nada de aquello a lo que estamos habituados pude realizar. Sólo fueron siete horas y ya s e desataron las alarmas y la gente comenzó a hacer acopio de los productos más diversos, sobre todo agua, papel higiénico y todo tipo de alimentos, sin faltar velas y linternas.
Fue entonces cuando recordé aquella nevada en el pueblo: el
frío heló el agua en las cañerías y nos quedamos sin calefacción y sin agua
corriente; el viento tiró los postes de la luz eléctrica y del teléfono; el
panadero no pudo llegar a repartir el pan y, claro está, ni el cartero con el
correo; ni el cura a decir misa. La falta de corriente eléctrica propició la
vuelta a métodos tradicionales para ordeñar las vacas. Acostumbrados a los adelantos de la técnica, ni
las manos ni las ubres se acomodaron a la situación. Decidimos entonces subir a
la Collada y con el teléfono móvil ir rastreando hasta encontrar un lugar con
cobertura, para avisar a las compañías, eléctrica y telefónica, de nuestra
situación.
Cuando conseguimos conectar con la compañia eléctrica, nos dijeron de la
sección de “averías” que no han acudido, porque no tienen ningún aviso. Le
explicamos que no pueden tener avisos porque tampoco hay teléfono y lo entienden.
Llamamos entonces a “Averías” de Telefónica y, curiosamente, también le tenemos
que explicar que no tiene avisos telefónicos de averías, porque precisamente es
el teléfono el que está averiado. Así pues, estar con nieve y sin electricidad
es estar sin muchas cosas.